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Discurso

DEFINICIÓN

Durante las décadas de 1950 y 1960, en las conversaciones cotidianas y en los medios de comunicación, el término discurso se empleaba para referirse a tipos específicos de alocuciones. Quien lo escuchaba pensaba en palabras dichas en condiciones más bien formales. Sabía que generalmente eran pronunciadas por emisores designados previamente para ello y que sus propósitos se encontraban dentro de un rango restringido. Suponía que ellos eran personajes reconocidos o funcionarios importantes que conmemoraban algo, políticos que buscaban un cargo, o bien líderes que promovían una causa.

Hoy, para periodistas y conductores importantes, la palabra discurso denota toda suerte de unidades, no sólo de habla, sino de escritura, y parece que este significado más amplio se está extendiendo entre la población. Con esta voz puede hacerse referencia a artículos científicos o a conversaciones casuales, a convenios comerciales o a alegatos jurídicos, a narraciones fabulosas o a testimonios graves. Se le encontrará utilizada también para aludir al vocabulario, al estilo o al sistema de ideas propio de una de esas unidades. En parte, el cambio se debe a la difusión de algunos usos ancestrales de la palabra, que se habían conservado en ámbitos restringidos, por ejemplo, para nombrar algunos tratados filosóficos, y en buena medida, es resultado de una transferencia de conocimientos de los espacios de las ciencias sociales y las

humanidades a los del sentido común. Lo que ha impulsado la nueva denotación del término es advertir que en todos los usos de la lengua se recrea nuestro universo. Tanto una plática informal o una arenga improvisada como una exposición preparada de antemano dependen de reglas de interpretación que se han ido dando en las sociedades y que se presentan cada vez que se emplean palabras. Los hablantes y sus destinatarios saben, por ejemplo, que en un desplegado, el pronombre nosotros ha de entenderse literalmente como una pluralidad de primeras personas, pero en una consulta, el médico puede utilizarlo para interpelar al paciente y así evitar las implicaciones de elegir entre tú y usted. Aquí, en el hecho simple de elegir el significado literal o uno diferente, entran en juego las nociones de persona, pluralidad e interpelación, y, con ellas, ciertas formas de observar lo que ocurre y ciertas maneras de relacionarnos. Esto ocurre porque hay, precisamente, reglas del juego que nos indican quién puede referirse a qué, cuándo y cómo.

Las distintas formas de habla y escritura que hoy comprende la palabra discurso también se califican en función de criterios comunes, conforme a un nivel de abstracción pertinente; por ejemplo, se espera, o al menos es deseable, que una nota periodística, al igual que una clase de matemáticas, sea informativa y coherente. Un chiste, al infringir el código, lo reconoce; cuando es eficaz, nos hace reír porque su inesperado desenlace pone en evidencia las expectativas que se van generando con cualquier narración en función de las exigencias de información y coherencia. Tales normas de apreciación, como las reglas de interpretación, son logros culturales que se heredan y enriquecen con

el paso de las generaciones. Entonces, aun cuando no se cumplan las reglas y los criterios, hay en la simple utilización de la lengua una referencia a ellos, la mayoría de las veces tácita; de hecho, desobedecer las reglas e incumplir los criterios no siempre son meras faltas y, en muchas ocasiones, son significativos en sí. Más aún, el cumplimiento y la infracción son los principales medios por los que se ratifican y se modifican unas y otros, aunque tanto en la conservación como en el cambio, también intervienen los pronunciamientos expresamente normativos de personas y organismos a los que se confiere autoridad, como las academias de las lenguas, los comités de premiación literaria, las comisiones editoriales de las asociaciones científicas, los consejos de redacción de los medios de comunicación y los secretariados de los órganos de representación política.

En las tramas discursivas, se ponen en juego las visiones que acerca del mundo tienen los usuarios, es decir, los hablantes y los oyentes, los autores y los lectores. Ahí se escenifican también las relaciones que ellos guardan entre sí. Las reglas de interpretación y los criterios de juicio del discurso suponen formas de clasificar las cosas y asignarles papeles en los acontecimientos. Por lo tanto, importa cuál de las opciones definidas por las reglas y los criterios se elijan; sabemos1 que no es lo mismo (1) que (2):

(1) El bebé lloró. La mamá cargó al bebé. (2) La mamá cargó al bebé. El bebé lloró.

1 Esta es una observación de Widdowson y Urquhart (1976) que ha tenido una influencia indirecta considerable, aunque no ha recibido el reconocimiento que merece.

Las tramas implican también maneras de definir las identidades, las adscripciones, las posiciones y los alineamientos de las personas. Cuando Armando Manzanero dice “soy un trovador” para contestar si acepta que le llamen “poeta”, asume unas maneras de relacionarse con la lengua y con su público; cuando Bob Dylan dice “soy un trapecista”, en respuesta a la misma pregunta, plantea otras formas de hacerlo. Además de expresar pudor y mesura ante la palabra poeta, la afirmación literal del baladista romántico refleja la aspiración de que en sus líneas se reconozcan los auditorios que va encontrando al andar. En cambio, al tiempo que llama a cuentas al mismo vocablo, la metáfora del rockero lo presenta a él ante la concurrencia como alguien dispuesto a dar giros inesperados y lo invita a ser cómplice de los riesgos que corre.2

Generalmente, cuando se observan las reglas y se adoptan los criterios del discurso, se suscriben las clasificaciones de los seres y los modelos de acontecimientos que contiene la lengua. Asimismo, se validan los vínculos entre los usuarios que entraña el habla. A la inversa, actuar al margen de las reglas y de los criterios muchas veces expresa desacuerdos con las formas de aprehender las entidades y sus dinámicas. Por los mismos medios se cuestiona también el orden que rige a los usufructuarios. Es lo anterior lo que explica que las alianzas y las contiendas políticas sean, casi siempre, negociaciones y confrontaciones discursivas. Un ejemplo ilustrativo es la lucha entre el Ejército

2 Estas observaciones se basan en análisis que he presentado en mis cursos de doctorado en el Posgrado en Ciencias Políticas y Sociales de la UNAM y que estoy recogiendo de manera abreviada en mi sitio electrónico (www.discoursescience.info).

Zapatista de Liberación Nacional (EZLN) y el gobierno mexicano a mediados de los años de 1990. Ésta se libró, primero, mediante comunicados de cada parte; luego, en discusiones sobre reglas para la deliberación y, después, incluso, en conversaciones para generar una propuesta común de reforma constitucional. En todos esos discursos, cada uno, el gobierno y el EZLN, disputaba la identidad que el otro asumía y difundía (Castaños et al., 2000). De esa manera, confrontaban sus pretensiones de legitimidad y de representación.

Entonces, en el ámbito académico, tiende a pensarse que en el discurso se establecen las concepciones y se generan las relaciones que definen a las sociedades. En forma breve, y quizá provocativa, muchas veces se dice que la realidad es construida por el discurso. Sin embargo, es frecuente también que se plantee que todo discurso está determinado por sus condiciones de producción, que lo que se dice y escribe obedece a concepciones y relaciones previas y, por lo tanto, las reproduce. Hay una dificultad básica para precisar cómo y en qué medida un discurso puede ser agente y, al mismo tiempo, proyección de su ámbito social. Aunque, como ya se señaló, lo que puede observarse en relación con el conjunto denotado por la palabra discurso es algo muy cercano al consenso, este término está lejos de representar un concepto común.

El discurso se caracteriza de distintas maneras en diferentes escuelas. Entre otras, se le ve como una unidad lingüística,3 una interacción

3 Para números considerables de investigadores, el discurso está constituido esencialmente como la frase o la oración, aunque es de orden mayor que estas unidades. Entre quienes

circunstancialmente determinada4 o una construcción ideológica.5 Yo he propuesto definir un discurso como un signo complejo, noción que aprehende los elementos válidos de las concepciones mencionadas anteriormente, evita los problemas que entrañan y permite comprender mejor la relación entre el discurso y su ámbito (Castaños, 2011). Al igual que una palabra o un guiño, un discurso consta de un significante y un significado, que están asociados por la fuerza de la convención: en el caso de la palabra, el significante (o portador) es una serie de sonidos, como por ejemplo: m – e – s – a. Aquí, el significado (lo que se porta) es una noción, como la que aprehende una definición de diccionario: “mueble compuesto por una plataforma sostenida por una o varias patas, encima de la cual generalmente se pone o se hace algo” (DEM, 2010). En el caso del guiño, el significante es el cierre de un ojo, y el significado, una expresión de empatía o un llamado a la complicidad.

El significante de un discurso es un texto y el significado un mensaje; pero

el primero es ya un signo o, mejor dicho, una serie de signos. Está formado de

suscriben esta concepción, destacarían dos grupos diferentes entre sí: uno que considera a Zellig Harris (1952) como el gran precursor y otro que toma a Michael Halliday y Ruquaya Hasan (1976) como los grandes iniciadores,
4 Han ido ganando adeptos las ideas de que en un discurso se responde de diversas maneras, sobre todo por medio de la prosodia, a su situación y que ésta se define, no sólo por el tiempo y el lugar de emisión, sino también por una multiplicidad de factores sociales y psicológicos, como la relación entre los participantes y la intención de los hablantes. Destacan en esta línea dos corrientes de investigación: la etnometodología y el análisis conversacional. Los fundamentos de estas corrientes se pueden apreciar en Garfinkel (1967), Sacks y Garfinkel (1970), Sacks, Schegloff y Jefferson (1974) y Sacks (1995).

5 Con base en análisis sustentados en la gramática sistémico funcional de Michael Halliday (1973), Gunther Kress y Robert Hodge (1979) observaron que las distintas maneras de hablar de un mismo acontecimiento lo representan o modelan de diferentes maneras, por ejemplo, culpando o soslayando al agente. A partir de aquí, en buena medida inspirados por la noción marxista clásica de la ideología, es decir, como una conciencia social determinada por el ser social, hicieron ver que en el discurso se libran disputas de poder, lo que dio pie a una corriente denominada Análisis Crítico del Discurso, a la cual se hará alusión en la última sección de este artículo.

palabras que tienen de antemano sus significados como tales, sus significados literales. En el momento de ser usadas, pueden adquirir un valor discursivo coincidente con ese significado literal, como ocurre con nosotros en el caso del desplegado y con trovador en el caso de Manzanero; pero también pueden adquirir un valor diferente, como sucede con nosotros en el caso del doctor y con trapecista en el caso de Dylan.

Además, el mensaje posee tres dimensiones, como se explicará en la próxima sección. Por medio de un texto, se realizan actos que hacen presente o modifican el conocimiento, como la definición, la observación y la generalización; pero también actos que reiteran o cambian las obligaciones y los derechos, como la promesa, la orden y la invitación, y asimismo actos que ratifican o alteran las valoraciones, como el elogio, la advertencia y la incitación. De hecho, un enunciado prototípico tiene el potencial de realizar simultáneamente tres actos (uno de cada tipo), aunque hay ocasiones en que sólo se realiza un acto y otras en que se realizan dos.

En ese orden de ideas, el significado textual de una unidad de habla o escritura constituye un conjunto potencial de actos y su significado discursivo es un conjunto de actos que se realizan por referencia al potencial y que pueden o no coincidir con él. Por ejemplo, afirmar que hace calor puede ser una manera indirecta de pedir que se abra la ventana o una manera irónica de decir que hace frío. Que el significado discursivo de un enunciado sea igual o diferente de su significado textual dependerá de factores como la entonación, el ritmo y el volumen, en el caso de la lengua hablada, o la puntuación, la tipografía y el

diseño de la página, en el de la lengua escrita, factores que reciben la denominación técnica de paralingüísticos. Dependerá también de sus entornos: de los enunciados que lo antecedan, es decir, de su contexto discursivo; del lugar y el momento en que se emita, es decir, de su ubicación física; de quién lo diga o escriba a quién, es decir, de su situación de enunciación, y de las relaciones que guarden entre sí esos individuos fuera de la situación y con otros a los que se haga referencia, es decir, de su ámbito social.

La coincidencia o divergencia entre los significados textual y discursivo estará también en función de la óptica o punto de vista que se adopte, lo que, a su vez, estará implicado en los propósitos del discurso. En un artículo de una revista científica que busque explicar las propiedades de ciertas algas de la Huasteca, es poco probable que la palabra célula se use metafóricamente; en cambio, en un artículo periodístico que intente informar sobre un nuevo sistema de generación de imágenes, es muy improbable que la misma palabra se use literalmente.

En suma, un discurso es una serie de enunciados con que se realizan actos epistémicos, normativos y valorativos. Esos actos pueden corresponder al potencial textual de los enunciados o apartarse de él, dependiendo de reglas convencionales y en función de los propósitos, las perspectivas y los entornos de enunciación.

HISTORIA, TEORÍA Y CRÍTICA
Las ideas que sustentan las definiciones expuestas en el apartado anterior provienen de indagaciones en distintos campos de las humanidades y de las

ciencias sociales. Muy probablemente serían aceptadas por la mayoría de los estudiosos del discurso, aunque las ponderarían de maneras diferentes, según sus orientaciones. La concepción de un discurso como un signo complejo fue prefigurada por Charles Peirce (1894), Jacques Derrida (1967) y Roland Barthes (1957). De acuerdo con los dos primeros, un signo remite a otro signo; de acuerdo con el tercero, hay signos que son significantes. Adoptar esa concepción implica asignar importancia a lo que tienen en común un discurso y muchos otros signos que forman parte de la vida social. Nos lleva a subrayar, de entrada, el carácter convencional de la asociación entre el texto y el mensaje, a ver que es arbitraria, en el sentido de Ferdinand de Saussure (1916), o intencional, según John Searle (1995), que es atribuida por los usuarios del discurso. No hay entre el texto y el mensaje ni una relación causal ni una semejanza que pudieran llevar de uno al otro a alguien ajeno a las convenciones de atribución. Un discurso es, por ello, como una seña, que tiene el significado de saludo porque se lo hemos dado, y no como el humo, que significa fuego porque es causado por el fuego. Es como una moneda, en la que reconocemos un valor porque el valor le ha sido asignado, y no como un reflejo, en el que vemos un objeto porque sus puntos corresponden a los de él.

Por supuesto, decir que un discurso es convencional, arbitrario o intencional no quiere decir que sea caprichoso. Sí implica advertir que un mismo texto podría expresar distintos mensajes en diferentes circunstancias, y que un mismo mensaje podría ser plasmado en distintos textos; pero también conlleva afirmar que toda interpretación de un texto puede ser juzgada como

válida o inválida, o dicho de manera más sutil, que entre dos interpretaciones posibles generalmente puede decirse cuál es preferible. De hecho, poner la complejidad del signo discursivo en un primer plano conlleva destacar la necesaria existencia de criterios de juicio. El punto clave de la distinción entre las nociones de significado textual y significado discursivo es que el primero es universal en el sentido y en la medida en que lo es la lengua; mientras que el segundo es particular, propio de una ocasión. Lo que se formula con una combinación de palabras, en virtud de sus sentidos literales y de sus relaciones gramaticales, es lo mismo siempre, sin importar quiénes y cuándo las combinen; pero lo que se logra decir al usar esa formulación varía con la situación y con el contexto de uso.

Los significados de la lengua, que son la materia del texto, existen antes del discurso. El significado discursivo se crea ahí, con el discurso. Podríamos permitirnos decir que se produce en el discurso o por el discurso; la licencia no sería muy abusiva y ayudaría a recalcar que el discurso, más que un instrumento, es un medio activo.

El significado discursivo puede entenderse como el resultado de una derivación; está formado por conjunciones, implicaciones y negaciones de elementos textuales seleccionados. Grosso modo, en el uso de trapecista por Dylan, ejemplo mencionado anteriormente, se toma la consecuencia de un salto ágil, llegar pronto de un punto a otro, y se destaca el deseo de trascender las limitaciones que lo impulsan; pero también se deja fuera la naturaleza específica del salto, su carácter físico. Lo que se selecciona y lo que se implica,

como lo que se niega, obedecen a una búsqueda de unidad entre lo que se está diciendo, lo que ya se ha dicho, lo que ya se sabía y lo que se espera. Porque sabemos que el músico estadounidense no es un cirquero, procuramos encontrar un parecido que venga al caso entre los poetas y los trapecistas. Lo que sucede, entonces, es que lo implícito no se transmite ni se recibe en un sentido estricto, sino que está suscitado por el autor y fabricado por el destinatario. Lo que rige la comunicación así entendida es lo que Paul Grice (1968) ha denominado “principio de cooperación”: quien participa en una conversación ha de intentar que su contribución sea verdadera, pertinente, clara y proporcionada; sabe que ésa es la consigna y que su interlocutor sabe que los dos lo saben. Ambos saben también que si el hablante comete una falta probablemente es por una buena razón, que así será percibido y que, por lo tanto, esa razón deberá indagarse (y procurarse). Si, por ejemplo, cuando se pide una opinión acerca de una tercera persona, la respuesta es demasiado breve, el oyente inferirá que la contestación completa es incómoda para el hablante y que, por lo tanto, su opinión de la tercera persona no es muy buena. En un esfuerzo cooperativo, el oyente confecciona la solución que el hablante apenas indica.

El principio de cooperación preside, incluso, el engaño y es la base para entender las diferentes formas del ardid. Lo que hace un prevaricador es inducir la creencia de que se han cumplido las cuatro exigencias de Grice cuando en realidad se ha faltado a alguna de ellas, o se ha incumplido alguna por una buena razón, aun si ya hay una contribución que las satisfaga todas.

De una manera u otra, es la propia víctima la que genera el error que lleva al timo.

La comunicación y el discurso son contrapartes; si la una es cooperativa y, en una medida importante, implícita, el otro es plural. Con un solo enunciado explícito pueden darse a entender varias ideas implícitas. El significado discursivo puede tener más de una dimensión, condición que, desde otra perspectiva, Michael Halliday (1970) ha calificado como cardinal del lenguaje humano, y que no ha sido debidamente atendida en el ámbito del que proviene nuestro conocimiento acerca del carácter del significado discursivo: la filosofía analítica. Aquí, Bertrand Russell (1905) propuso, a principios del siglo XX, que decir cuándo es verdadera y cuándo falsa una oración equivale a decir cuál es su significado. Con ello, intentaba capturar una intuición importante: quien puede juzgar si lo que se dice es cierto o no es alguien que entiende lo que se dice. Russell sustentaba su tesis, sobre todo, en análisis perspicaces sobre algunas funciones de los artículos definidos e indefinidos, de ciertas conjunciones y de algunos cuantificadores, con lo cual impulsó investigaciones en los terrenos de intersección de la filosofía del lenguaje y de las filosofías de la lógica y las matemáticas, cuyo precursor había sido Gottlob Frege.6 De hecho, desde entonces hasta hoy, los grandes filósofos interesados en alguno de estos tres campos han hecho referencia a la tesis de Russell, implícita o

6 Ver, por ejemplo, Frege, 1962: una compilación breve que presenta varias de sus ideas principales.

explícitamente; unos para apoyarla o apoyarse en ella, otros para refutarla o cuestionar su pertinencia.

De las discusiones sobre la relación entre el significado y la verdad han surgido numerosas aportaciones a la comprensión del discurso. Las principales que aquí se señalarán son dos precisiones sobre los temas de los que habla Russel y sobre su manera de formular los problemas.

En primer lugar, las oraciones no son ni verdaderas ni falsas, lo que planteara con agudeza Peter Strawson (1950); lo verdadero o falso es aquello que se dice con las oraciones, puesto que con una misma oración pueden decirse diferentes cosas. Por ejemplo, con la oración “el señor es sabio” puedo decir que Juan es sabio y que Pedro es sabio, y no tienen que ser ciertas las dos cosas (ni tampoco falsas).

En segundo lugar, si juzgamos algo como verdadero o falso, es porque se trata de una afirmación; pero con las oraciones no sólo se hacen afirmaciones, lo que mostrara con lucidez John Austin (1962), sino que se realizan muchísimos otros tipos de actos (como preguntar, invitar, protestar, bautizar, ordenar, adular, proponer, advertir o prometer), a los que este autor denominó “actos de habla”. Entonces, la verdad sólo podría dar cuenta de una parte del potencial general de significado de una oración, no de todo el significado potencial de ella, ni del significado específico que adquiere en un momento de uso.

El propio Austin y, más tarde, John Searle (1976), discípulo suyo y de Strawson, intentaron desarrollar una taxonomía rigurosa de los actos de habla.

Decía Searle que ése era el problema más importante para quien buscaba comprender cómo funciona el lenguaje y quizá tenía razón, en cierto modo: para hacer, desde la teoría, afirmaciones que sean contrastables con nuestras observaciones, necesitamos identificar los actos que se realizan en cualquier momento. Los intentos de ambos fueron infructuosos, como lo lamenta el propio Searle, aunque de ellos se derivaron aportaciones muy valiosas, cuya relación queda fuera del alcance de este artículo. Considero que la causa principal de la frustración de los esfuerzos de Austin y Searle fue no establecer adecuadamente la primera clasificación, es decir, no determinar cuántos grandes tipos de actos de habla existen, lo que va de la mano, pienso, de contestar cuántos actos se pueden realizar simultáneamente. No se puede afirmar categóricamente que un acusado sea culpable y al mismo tiempo formularlo hipotéticamente. Tampoco se puede permitir y a la vez prohibir que esa persona declare en un juzgado, ni menospreciar una fotografía testimonial en el momento en que se le confiere importancia. Sin embargo, sí se puede valorar la fotografía, autorizar la declaración y plantear la hipótesis.

Desde otro ángulo y en términos más generales, un enunciado puede emplearse para afirmar o negar un hecho con diferentes grados de convicción y, al tiempo, calificarlo como conveniente o inconveniente. Las cuatro combinaciones son posibles: afirmación y conveniencia, afirmación e inconveniencia, negación y conveniencia, negación e inconveniencia. Las dimensiones del conocimiento, o epistémica, y de la calificación, o valorativa, son independientes entre sí. Lo es también de ambas la dimensión del precepto,

la normativa o deóntica. Se puede hacer patente que una acción está prohibida y afirmar que ocurre, o tratar una conducta como indeseable y suscribir que es obligada. Si partimos de aquí, de que hay tres grandes clases de actos de habla, los epistémicos, los deónticos y los valorativos, los problemas de clasificación de Austin y Searle se resuelven.

La independencia lógica y la posible combinación de actos que pertenecen a distintas dimensiones refuerzan un punto que tiene la mayor importancia y que muchas veces se olvida: no hay una manera única, predeterminada, en que un discurso se relacione con sus entornos y sus ópticas. Desde que se empezó a reconocer lo que hoy se conceptualiza como discurso y a advertir qué hay que tomar en cuenta para analizarlo, se vio que la manera en que se acopla una cadena de palabras con la situación en que se produce es parte de su interpretación y, muchas veces, tiene consecuencias para su cabal comprensión. En la antropología, tempranamente, Bronislaw Malinowsky (1923) y, posteriormente, Dell Hymes (1962) encontraron que si una idea se puede expresar de dos formas es porque cada forma, además de expresarla, indica una relación diferente; en un caso pudiera ser la que tienen el hablante y el oyente, en el otro la del hablante y aquello de lo que habla o la que guarda con su comunidad o, inclusive, con su divinidad. En la escuela de pensamiento gramatical denominada “sistémica funcional” —inicialmente motivada por trabajos de Malinowsky y de su discípulo John Firth—,7 se han desarrollado tales ideas de manera muy fina, sobre todo por Roman Jakobson (1960) y 7 Ver Firth y Palmer, 1968.

Michael Halliday (1970). Ellos han mostrado, por ejemplo, que con una variación mínima en la selección o el orden de las palabras no sólo se destaca o minimiza una de las relaciones, sino que alguno de los elementos de la relación se subraya o se deja fuera. En ello residen las diferencias entre (3), (4) y (5):

(3) Quiero invitarla a una reunión en mi casa.
(4) La invito a una reunión en mi casa.
(5) Se extiende a usted una invitación a una reunión en mi casa.

Con (3) se enfatiza al emisor; con (4), al destinatario; con (5), la relación entre ellos queda en un segundo plano, y lo que más importa entonces es el acto de invitación.

Desde otra perspectiva, también antropológica, Gregory Bateson (1972) observó que toda unidad de comunicación conlleva un mensaje acerca de sí misma (una especie de meta-comunicación que trata sobre su propio carácter), y que, por lo tanto, comprender una comunicación implica enmarcarla apropiadamente. Por ejemplo, quien entiende una amenaza debe determinar si es real o es parte de un juego. Si se equivoca, su respuesta será inapropiada (y tal vez riesgosa). En la sociología, Erving Goffman desarrolló y combinó ideas afines a las de Bateson y Hymes, quien probablemente fue influenciado, en parte directa y en parte indirectamente por ellos, y quien seguramente los influyó a ambos. Lo mismo ocurrió con John Gumperz, quien fue coautor con Hymes de algunos trabajos importantes.

Goffman explicó la comunicación con base en una metáfora teatral (1974; 1959): cuando hablamos, creamos escenarios, nos ubicamos en ellos y

representamos papeles; también nos ponemos vestuarios y asumimos expresiones faciales que correspondan con la representación, para hacerla más creíble. Para comprender lo que se dice, hay que verlo como la adaptación de un libreto.

Gumperz propuso que la interacción comunicativa depende de inferencias que hacen los participantes con base en supuestos que dependen de su cultura y del orden en que se encuentran y que, por lo tanto, la unidad de investigación no es el individuo, sino la comunidad de hablantes.8 Asimismo, estableció que, para realizar esas inferencias, se requieren claves de contextualización, las cuales pueden ser explotadas conscientemente por los usuarios. Entre ellas se encuentran las diferencias dialectales y sociolectales, que comunican información muy difícil de expresar de otra manera.

A partir de las investigaciones de Bateson, Hymes, Gumperz y Goffman, se han constituido áreas de estudio especializadas en la conversación y en la interacción.9 Sobre las mismas bases, académicos de disciplinas como la psicología, la neurología y la inteligencia artificial, junto con estudiosos dedicados específicamente a la investigación en torno al discurso, han establecido que toda producción y toda comprensión de algún enunciado invocan conocimientos esquemáticos propios de la comunidad del hablante. Estos conocimientos se clasifican en dos tipos. Los primeros resumen acontecimientos, generan expectativas y encuadran percepciones. Por ejemplo,

8 Ver, por ejemplo, Gumperz, 1982.
9 Ver, por ejemplo, Saks, 1995 o Garfinkel, 1967.

una persona en cuyo entorno cercano no se suelen dar regalos entenderá como una muestra especial de afecto que alguien le dé un obsequio debido, precisamente, a que no la esperaba. Por otro lado, alguien cuyo entorno tiene como una práctica común el dar regalos podría interpretar uno como un mero gesto de cortesía porque anticipaba el obsequio. Los esquemas del segundo tipo generalizan y anticipan las estructuras y las secuencias que usamos para referir, relatar y modelar los hechos. Hay modos usuales y excepcionales de hablar acerca de los regalos.

Por todo lo anterior, existen correlaciones, entre los entornos y las formas de los discursos, y a veces son muy altas. Resumir los intentos por explicarlas requeriría un texto medianamente extenso y, por lo tanto, queda fuera de los horizontes de este artículo. Cabe advertir, al menos, que una de las ideas más difundidas al respecto es que el entorno determina el discurso, pero plantear esto es contradecir el espíritu de las observaciones y las reflexiones que originalmente condujeron a notar las correlaciones. Un discurso es emplazado en relación con sus entornos por el autor o la autora, quien tiene la opción de hacerlo de diversas maneras, algunas de las cuales ratificarían nuestros supuestos acerca de los entornos y otros las cuestionarían. De manera más elaborada, los constituyentes de un discurso prototípico se configuran en un orden doble:10 por una parte, se articulan entre sí; por otra, se relacionan con sus entornos, de manera que quien produce una unidad de discurso ha de tomar en cuenta tanto normas de articulación como normas de relación.
10 Ver Foucault, 1970.

LÍNEAS DE INVESTIGACIÓN Y DEBATE CONTEMPORÁNEO
En las últimas cuatro décadas, se han analizado los discursos propios de diversos ámbitos, como la ciencia, la política, la literatura, los medios de comunicación y el aula de clases. Especial atención ha recibido el empleo de recursos discursivos de formas que entrañan la promoción o la aceptación de condiciones de desigualdad, sobre todo en materia de género, raza y clase social, principalmente de investigadores que suscriben el denominado “análisis crítico del discurso”,11 como, por ejemplo, Teun van Dijk (1993).

Es de esperarse que en los próximos años se procure reunir los resultados de dichos análisis y las aportaciones de las investigaciones lingüísticas, filosóficas, antropológicas y sociológicas, a las que se ha aludido en la sección anterior, en un cuerpo coherente de conocimientos, es decir, en una ciencia propiamente. Tal esfuerzo debería estar acompañado de una revisión de los fundamentos del campo, empezando por los conceptos definitorios del término discurso mencionados en la primera sección (unidad lingüística, interacción circunstancialmente determinada, construcción ideológica, etcétera), para buscar un consenso similar al que ya tiene su denotación.12

Aunque los esfuerzos por articular diversas corrientes de pensamiento han sido menores de lo que sería conveniente para el campo en su conjunto, es

11 El iniciador de esta importante corriente fue Norman Fairclough (1989) y, como ya se indicó en la nota 5, los principales precursores de ella fueron Kress y Hodge (1979).
12 Entre otros que también han señalado lo valioso que sería contar con ese consenso, destacaría a Widdowson (2004) y a Charaudeau y Maingenau (2002).

poco probable que la situación se sostenga, porque ya se han iniciado debates que ponen en evidencia tanto las carencias, como las posibilidades de superarlas. Por ejemplo, hay autores que suscribirían los objetivos del citado análisis crítico, pero no concuerdan con muchas de sus concepciones, porque han mostrado que aquél frecuentemente tiene poco rigor;13 por ejemplo, señalan que en ocasiones los practicantes de esta corriente atribuyen al léxico propiedades que son de la sintaxis, y viceversa; asimismo, asumen como generales interpretaciones que la mayoría de los usuarios no necesariamente haría. Tales críticas servirán para elevar las exigencias metodológicas y propiciar que los partidarios del análisis crítico del discurso adopten los criterios técnicos que hayan probado quienes tienen reparos respecto de su enfoque.

Cabe pensar que, en la integración que resulte de la confrontación y la cooperación que hemos reseñado, probablemente tendrán especial relevancia los planteamientos que se han hecho en cuatro escuelas que han buscado no sólo analizar el uso o el abuso de los recursos discursivos, sino también explicar los fenómenos discursivos. La vocación de estas escuelas se refleja en que, para designarlas, se utilizan frases que contienen el sustantivo teoría, la preposición de, el artículo la y alguna otra palabra que especifica: enunciación, recepción, argumentación, pertinencia.

13 Ver, por ejemplo, Widdowson, 2004.

La primera de esas escuelas, la de la teoría de la enunciación, cuyo primer y más lúcido exponente ha sido Emile Benveniste (1966),14 se ha concentrado en la ubicación, en el tiempo y el espacio, de aquello de lo que trata el discurso. Él y sus seguidores plantean que es posible referirse a hechos presentes, pasados o futuros, e indicar que ocurren cerca o lejos de los usuarios, porque el propio discurso los relaciona con el momento y el lugar de su enunciación, ya que el enunciador apunta hacia ellos mediante marcas discursivas. En consecuencia, diríamos que elaborar o subvertir estas herramientas con las cuales hacemos referencia a los objetos de los que hablamos es apuntalar o socavar la situación de habla y de nosotros como hablantes. Referir implica reconocer o cuestionar la ubicación de quien refiere y, por extensión, tanto su papel como sus relaciones con los otros, lo que, a su vez, entraña aceptar o redefinir los papeles y las relaciones de los demás. En otras palabras, un discurso actúa no sólo sobre su objeto, sino también sobre su propio emplazamiento. Es esto lo que hace la literatura cuando crea realidades virtuales y la conversación cotidiana cuando recrea sus entornos.

La escuela de la teoría de la recepción, cuyos principales proponentes han sido Hans Robert Jauss, Wolfgang Iser y Harald Heinrich,15 trata las relaciones entre el texto, el lector y la interpretación. Plantea que esta última depende de un horizonte de expectativas que se encuentra en el texto como tal, y un horizonte de experiencias que está en el lector. A partir de ahí, por medio de

14 Ver Benveniste, 1966.
15 Una selección atinada de textos de estos y otros autores que se reconocen en la misma teoría se encuentra en Rall, 1987. Además de esta antología, recomendaríamos también Iser, 1989.

juegos de palabras propios de escritores de mente analítica, con la palabra alemana Spiel y la palabra inglesa play, proponen que la lectura es como la escenificación de un libreto. Aquí, el lector es, a la vez, espectador y actor; pero también personaje que va sufriendo los cambios de la historia, y, más aún, es la materia en la que la obra va adquiriendo su textura. El lector ejecuta la trama como si ésta fuera una partitura; tiene un papel activo en el proceso. Al mismo tiempo, es el instrumento y la materia sonora en los que la trama está ejecutada; entonces el texto no deja de ser un agente. Así, como si ensayara, quien lee se pone a prueba en papeles que sería muy riesgoso asumir en la vida real; pero también, en ocasiones, tiene experiencias tanto o más intensas que las de la vida. Por eso la literatura nos cambia, nos forma.

La teoría de la argumentación surge como un diálogo contemporáneo entre las disciplinas que integraban el trivium medieval. Esta escuela es, quizá, la más heterogénea de las cuatro, pero todos sus integrantes se preguntan por qué los usuarios del discurso se apegan o se apartan de los preceptos de la lógica y buscan explicarlo con base en derivaciones de la gramática y de la retórica. Los principales son Stephen Toulmin (1958), Chaïm Perelman y Lucie Olbrechts-Tyteca (1958), Jean-Blaise Grize (1990), Osvald Ducrot (1980) y Frans H. van Eemerem y Rob Grootendorst (2004). En algunas ocasiones, ellos o sus seguidores promueven formas de disputa argumentativa regidas por una ética de responsabilidades y en otras ven el problema en términos puramente estratégicos, pero siempre consideran que el polemista exitoso es quien consigue que otros hagan suyas las ideas que defiende.

Entonces, una buena estrategia en la argumentación es la que tiene por objetivo que los destinatarios acompañen al autor en la derivación de conclusiones, y una mejor aún, la que, sin haberlas enunciado explícitamente, deja que ellos las obtengan. Pueden adoptarse tales estrategias porque las estructuras del discurso son claves de lectura y porque en cada palabra hay, de entrada, orientaciones valorativas. Cuando encontramos la conjunción porque, sabemos que sigue una causa o una razón; cuando vemos el adverbio tan, buscamos un punto de comparación y, si no está en la página, lo proporcionamos; cuando aparece el adjetivo negro, sabemos que se habla de algo incierto y peligroso o de algo elegante y codiciado, y escogemos una de las dos calificaciones según el contexto. Por la manera en que se combinan las conjunciones, los adverbios, los adjetivos y las demás palabras, todo enunciado apunta hacia una conclusión, o sea, tiene una orientación, como dirían quienes se adscriben a la escuela. Además, quien argumenta se imagina los posibles contraargumentos y trata de rebatirlos.16 El lector o el auditor reconocen este diálogo anticipado y lo recrean. Pero, al tomar partido, juzgan también si el emisor es o no válido y, aún, si es apropiado o no que haya una argumentación. En coincidencia parcial con algunas de las ideas de las otras escuelas y con algunos de los planteamientos básicos tratados en las secciones anteriores, el estudio empírico de la refutación y la contrarrefutación nos enseña que presentar un argumento, además de acercarnos o alejarnos de su contenido,

16 Ver, por ejemplo, Quiróz, Apothéloz y Brandt, 1992.

nos convence de aceptar o rechazar las condiciones en que se produce la argumentación.

La teoría de la pertinencia, o relevancia, surge de una actitud de reconocimiento a la visión de Grice y tiene el propósito de superar su principio de cooperación, aunque algunos de sus críticos dirían que es contraria al espíritu de las ideas de ese filósofo. Sus proponentes iniciales, Dan Sperber y Deidre Wilson (1986), buscan una explicación de los implícitos más austera, más precisa y más exhaustiva que la de Grice. Ellos plantean que, estrictamente, sólo se requiere uno de los criterios que él planteara, el de la pertinencia, porque la satisfacción de los otros es derivable del cumplimiento de éste. Definen la pertinencia como una relación óptima entre consecuencias lógicas y esfuerzo cognoscitivo: cuantas más consecuencias tenga una interpretación y menos esfuerzo requiera producirla, más pertinente será. Sperber, Wilson y sus seguidores han estudiado los significados de distintas figuras retóricas, como la metáfora y la ironía, y las ideas comunicadas sin ser dichas en diversos tipos de discursos, como el humorístico y el publicitario. Ellos han ofrecido elucidaciones que se basan, todas, en la aplicación de la máxima de relevancia o pertinencia. De acuerdo con éstas, tanto los significados figurativos como las ideas no dichas son derivados y seleccionados por los destinatarios. De entre dos interpretaciones posibles, siempre escogeremos la más pertinente para un contexto dado, ya sea la que tenga mayores consecuencias, si se necesita el mismo esfuerzo para producirlas, o la de más fácil acceso, si tienen las mismas consecuencias. Por ejemplo, se

entenderá “es un niño” como ‘es irresponsable’, y no como ‘es espontáneo’, cuando se habla de confiarle una tarea a cierto adulto, porque ello tiene consecuencias en su contexto, mientras que la otra lectura es intrascendente; se entenderá como ‘es espontáneo’ cuando se pregunta por la sinceridad de la persona, y no como ‘es inconstante’, porque lo primero se obtiene más directamente y lo segundo resulta rebuscado.

Con base en lo expuesto en la secciones anteriores y en ésta, puede decirse que una agenda probable de investigación del campo de los estudios del discurso incluiría las siguientes tareas: elaborar la definición de un discurso como un signo; revisar las formas de explicación de los fenómenos discursivos; articular en un cuerpo coherente las aportaciones heterogéneas sobre los efectos mutuos entre el discurso y sus marcos de referencia y entre el discurso y sus entornos; por último, proponer principios generales que den cuenta de cuándo y cómo divergen los significados discursivos de los textuales en función de tales efectos.

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