≡ Menu

Locos, muertos y ánimas en Pedro Páramo: los lugares de sus voces como rasgos de identidad

Castaños, Fernando. 2004. “Locos, muertos y ánimas en Pedro Páramo: los lugares de sus voces como rasgos de identidad”.  Discurso:cuadernos de teoría y análisis, no. 25. México. Instituto de Investigaciones Sociales, UNAM. 43-63.

 (PDF) (DOC)

Locos, muertos y ánimas en Pedro Páramo: los lugares de sus voces como rasgos de identidad*

Fernando Castaños**

 Resumen

Ya por medio de contrastes desconcertantes, ya a través de retos sutiles, Pedro Páramo conduce el movimiento de nuestra mirada. Vamos de la historia a la palabra de la historia, y de ahí a la lectura de la palabra y de la historia, para regresar a la historia o a la palabra. El texto nos hace interrogarnos porque nuestras respuestas serán parte de la novela. Las cadencias de este andar nos dicen que en Comala tres tiempos dialogaban entre sí: el tiempo cronológico del callar, el tiempo detenido del musitar ye1 tiempo sin tiempo del murmurar.

 Palabras clave:  Lengua      Habla      Puntuación     Poder


Comala

Pedro Páramo, la novela del escritor mexicano Juan Rulfo, comienza con una oración simple, breve y categórica:

 Vine a Comala

El verbo venir, que denota un movimiento hacia el hablante, dirige la atención al sitio desde donde se habla. La conjugación en primera persona, no sólo dice que fue el hablante quien se movió y que lo hizo intencionalmente; subraya su presencia en este lugar. El tiempo del verbo muestra la llegada como un punto en el tiempo1[1] sin una ubicación clara. Indica, sí, un momento anterior al del habla, pero no expresa si ese momento es lejano o cercano. Entonces, el tiempo del habla, el ahora, queda mostrado con mayor nitidez.

Por contraste implícito, aparece apenas en la penumbra de la atención la partida; está en un sitio que está fuera del lugar de habla y en un tiempo distinto, quizá para el hablante en el mismo periodo que la llegada.

Estos rasgos del significado de la primera oración se repiten en la siguiente, que forma con ella un solo enunciado:

      porque me dijeron que acá vivía mi padre, un tal Pedro Páramo.

La intencionalidad es recalcada por la palabra “porque”, que liga las dos oraciones y confiere a la segunda el carácter de una expresión de razón. “Me dijeron”, que en este contexto nos remite al lugar de partida, entraña una toma de distancia por parte del expositor. Fueron otros, no él, quienes afirmaron que en Comala vivía su padre.

El distanciamiento es subrayado por la indefinición del sujeto del verbo, ellos. Plural y tácito, este pronombre —válgase la designación— no sustituye a expresión referencial alguna, puesto que carece de antecedente; más bien, la evita. Fueron otros que no importan; no tendría caso replicarles. Como si ello no bastara, por medio del también indeterminado “un tal”, el hablante reitera su posición, o mejor dicho su falta de posición, en relación con lo que le fue dicho en el lugar de partida. Con esa elección nos dice que no podría identificar a Pedro Páramo, que no podría relacionar el nombre con e] nombrado.

 El sitio desde donde surge la palabra del relato vuelve entonces a recibir la mayor atención, “Acá” señala un área en cuyo centro está presente la persona que habla. Además, lo que aquí acontece interesa, ya no como un punto que ocurre en la línea del tiempo que lleva al presente, sino como algo que transcurre, que merece ser observado bajo una lupa que muestre su tiempo interno. A diferencia del pasado simple en “me dijeron”, que nos pide abstraer las dimensiones de la plática, el copretérito en “vivía” nos hace pensar en la duración de la existencia.

De esta manera, acompañando al enunciado “Vine a Comala porque me dijeron que acá vivía mi padre, un tal Pedro Páramo”, la mirada del lector atisba el allá de la partida, se aparta de ese lugar y se posa en el aquí del enunciador. Se pregunta uno entonces, naturalmente, cuál es este lugar y hasta dónde llega: ¿quién dice “vine” y, al decirlo, señala a Comala?, ¿qué es Cornala?, ¿qué sitios abarca el demostrativo “acá”?, ¿quién, o quiénes, se encuentran en su extensión? Queremos sobre todo saber a quién se dirige el enunciador, que es lo mismo que querer saber si está hablando a otra persona que está con él. ¿O lo que tenemos es un texto escrito para acercar al destinatario? ¿Una carta quizás? ¿Un testimonio autobiográfico dirigido anónimamente a quien corresponda? ¿A nosotros?

A mirar de esta manera, interrogando al texto, dudando de nuestra lectura, nos incita el autor. Podemos aseverarlo. “Vine a Comala Porque me dijeron que acá vivía mi padre, un tal Pedro Páramo” tiene un ritmo poético:

TÁ-ta-ta-TÁ-ta-TÁ-ta-ta-ta-TÁ-ta-ta-TÁ-ta-TÁ-ta-ta-TÁ-ta-ta-ta-TÁ-ta-TÁ-ta-ta

Sólo pudo haber sido producto de una selección cuidadosa de cada palabra, de cada sílaba. Sí cupiera alguna duda, tenemos la evidencia editorial. Los dos primeros fragmentos de la novela aparecieron con el título “Un cuento” en Las Letras Patrias y con el de “Los murmullos la Revista de Universidad de México en 1954, es decir, antes de la publicación de todo el libro por el Fondo de Cultura Económica en 1955. En dicha versión de cuento corto, en el espacio que ahora ocupa “Vine a Comala” encontrábamos “Fui a Tuxcacuexco”; y en el de “aca”, estaba “allá”.

Además de estos cambios que son parte de una lista larga, la versión actual “presenta la supresión de palabras o frases en 18 ocasiones y la introducción de una o dos palabras en otras nueve.”[2] Se ha dicho con razón que “todo ello evidencia un esfuerzo del autor en busca de
una mayor perfección”.
[3]

Efectivamente, Juan Rulfo se exigió mucho. Según él mismo lo refiere, el texto completo, que consta de 127 cuartillas, es el producto de una depuración en la que se deshizo de más de 150.[4] Se exigía mucho: en raras ocasiones habló de otra novela que quiso y no logró escribir, o escribió y destruyó, La Cordillera, y habló de ella sólo para externar insatisfacción.[5]

El cuidado empeñado en resolver la sintaxis y el léxico de cada enunciado han de corresponderse con una lectura consciente de sí. Ya por medio de contrastes desconcertantes, ya a través de retos sutiles, Pedro Páramo nos hace leer su lectura.[6]

Después de las frases vagas “me dijeron” y “un tal Pedro Páramo” en la segunda parte del primer enunciado, tenemos una oración aún más rotunda que la del inicio:

      Mi madre me lo dijo.

“Mi madre” puesto por singular y explícito, al indefinido ellos que sólo está esbozado en el sufijo de “dijeron” —aparece en el primer lugar de la estructura de la oración, en el que corresponde al tema del que se habla. El narrador no está tratando ya la razón por la que fue a Comala, que es lo que el lector esperaría —que la desarrollan después de haberla presentado. De hecho, es ahora la razón Jaque queda tácita. En el centro de la atención están, la persona que afirmó y el hecho de haber afirmado el compromiso con lo dicho; lo afirmado el contenido ha pasado a un segundo plano.

Este contrapunto temático nos hace inquirir nuevamente al texto. ¿Por qué la madre del narrador —ella tan clara y tan presente para él en este momento— era un instante antes un ellos que ni siquiera estaba mencionado? Yal hacerlo, el lector se interroga a sí: “habré leído bien?” “Sí, aquí[7] está:

      Vine a Comala porque me dijeron que acá vivía mi padre, un tal Pedro Páramo. Mi madre me lo dijo.” (p. 15)

El lector ha citado, entonces, los dos enunciados en unidad como arte de un diálogo consigo.

Aquí está: “me dijeron” y “me lo dijo”. Vemos, por la transposición pronominal,[8] la correferencia forzada entre mi madre y ellos,[9] que la madre del hablante es para él una figura que oscila entre la ausencia y la presencia. Volvemos a preguntarnos qué es Comala, este acá que hace al narrador vivir tan intensamente y mostrar de manera tan abrupta un recuerdo que acaso quería evitar o, al menos, quería evitar compartir. O —podría ser?— ésta es la historia que el narrador quiere contar realmente y el primer enunciado era sólo una manera de empezar a hablar.

Al mismo tiempo, encontrarnos la primera gota de la respuesta a una de nuestras primeras preguntas. Este titubeo del narrador, inscrito en las cadencias del autor, sólo puede ocurrir en un diálogo. El remitente de un testimonio escrito habría tenido tiempo de verificar la concordancia pronominal. Entonces nosotros no somos los destinatarios de la narración; somos los testigos, o quizá unos intrusos.

¿Pero por qué el diálogo no está marcado como tal? ¿Por qué no hay un guión o unas comillas? ¿Acaso no es el diálogo, sino un recuerdo, una traza del diálogo?

Las primeras dos líneas de Pedro Páramo, con sus palabras sencillas, con la secuencia desconcertante de sus frases, han llevado nuestra atención al habla y a lo hablado, a aquello de lo que se habla y a la manera en que leemos el habla, a las preocupaciones del hablante y a la forma en que su habla está escrita en la página. Con avidez de respuestas, volvemos al texto. Y encontramos que este rápido y suave movimiento de nuestra mirada, que va de la historia a la palabra de la historia, y de ahí a la lectura de la palabra y de la historia, para regresar a la historia o a la palabra, anticipa un vaivén de la voluntad del narrador. El cuenta que sin quererlo, o sin saber si lo quería o no, prometió a su madre ir a buscar a Pedro Páramo:

      Le apreté sus manos en señal de que lo haría, pues ella estaba por morirse y yo en un plan de prometerlo todo. (p. 15)

De la misma manera, más adelante nos dice:

      Pero no pensé cumplir mi promesa. Hasta que ahora pronto comencé a llenarme de sueños, a darle vuelo a las ilusiones. (p. 15)

Lo que no sabemos ahora, y queremos saber, es si el narrador ha actuado por decisión, por azar o por designio. Esta duda se refuerza cuando él, en el siguiente pasaje, cuenta la llegada. Se encontraba en un cruce de varios caminos cuando apareció un arriero y le preguntó:

      — ¿Conoce un lugar llamado Comala?

      — Para allá mismo voy.

      Y lo seguí. (p. 17)

A esta nueva interrogante se añade otra. Una página y media antes, como parte del mismo pasaje, es decir, de la misma narración de la llegada, tenemos esta pregunta del narrador al arriero:

      — ¿Cómo dice usted que se llama el pueblo que se ve allá abajo?

      — Comala, señor. (p. 16)

Pero “¿Conoce un lugar llamado Comala?” no puede haber sido preguntado después de preguntar “Cómo dice usted que se llama el pueblo que se ve allá abajo?”, y menos aún después de haber obtenido “Comala” como respuesta. ¿Qué significa esta yuxtaposición de los tiempos? Nuevamente, nos cuestionamos: ¿estaré leyendo mal?

Así, de duda en duda, pasaje tras pasaje, el texto de Pedro Páramo va construyendo una certeza: hay un mundo en Comala en el cual el destino y el azar se identifican porque allí la voluntad actúa en momentos que, más que formar tiempo, constituyen eternidad. En sus calles solitarias, como en los parajes secos y soleados que la rodean, lo que pasó después ocurre simultáneamente y lo que quizás hizo el arriero es lo que inevitablemente hará. Los acontecimientos se confunden porque no transcurren, están atrapados.

Ése es el mundo de las ánimas en pena, que andan buscando vivos que recen por ellas, un mundo en el que, lo advertirá el narrador, las palabras que se oyen no tienen sonido, no suenan, se sienten, “pero sin sonido, como las que se oyen durante los sueños” (p. 66).

¿De qué otra manera sería comprensible que el narrador, al cruzar una bocacalle, haya visto “una señora envuelta en su rebozo que desapareció como si no existiera” y luego volvió a cruzarse frente a él (p. 20)? ¿O que, como lo cuenta: “toqué la puerta; pero en falso. Mi mano se sacudió en el aire como si el aire la hubiera abierto” (p. 21)?

Es también la única forma de dar sentido a las palabras que ofrece al narrador Damiana Cisneros, quien lo había cuidado cuando nació y ahora fue a ofrecerle hospitalidad:

      Este pueblo está lleno de ecos. Tal parece que estuvieran encerrados en el hueco de las paredes o debajo de las piedras. Cuando caminas sientes que te van pisando los pasos. Oyes crujidos. Risas. Unas risas ya muy viejas, como cansadas de reír. Y voces ya desgastadas por el uso. Todo eso oyes. (p. 59)

Si a la mitad de la novela no estamos totalmente seguros, si la certeza no es completa, ello es porque no hemos encontrado todavía respuesta cabal a las primeras interrogantes. Más bien, hemos recogido claves de su importancia. Dos pasajes después del de la llegada, en uno muy breve, el narrador había referido dos veces que permaneció en Comala. Primero dijo:

      Me había quedado en Comala. (p. 22)

Unas líneas más adelante afirmó:

      Y me quedé. A eso venía. (p. 22)

La definición insuficiente del lugar desde donde habla el narrador se va volviendo cada vez más inquietante —o fue siendo cada vez más inquietante, porque ahora nos estamos observando y nos vemos retrospectivamente también. Asimismo, se va volviendo cada vez más conspicua la anomia de él. En ese mismo pasaje nos enteramos que el arriero se llamaba Abundio y conocimos el nombre de una persona que podía dar alojamiento al narrador: doña Eduviges. Pero seguimos sin saber quién es él. Sólo habíamos aprendido que se trata de un
hijo de un tal Pedro Páramo, quien, según Abundio, había muerto hace muchos años, aunque lo describía como un rencor vivo. Por oposición a las designaciones propias de los otros personajes, la carencia de una suya se volvió un signo tangible que queremos descifrar.

Después del próximo pasaje, en el que aprendimos que de niña Eduviges Dyada fue amiga de la madre del narrador de “Vine a Comala”, se duplicó el espacio de nuestras interrogantes, pues los siguientes tres pasajes parecían estar narrados por una persona distinta. En ellos, había descripciones más largas que las que habíamos visto, como la siguiente:

      Al recorrerse las nubes, el sol sacaba luz a las piedras, irisaba rodos los colores, se bebía el agua de la tierra, jugaba con el aire dándole brillo a las hojas con que jugaba el aire. (p. 25)

Son descripciones que contienen palabras como “irisaba”, que no diría el narrador de “Vine a Comala’. Y, sobre todo, en los enunciados que constituyen la estructura narrativa de estos pasajes no aparece la primera persona, aunque se encuentran intercalados de manera naturtal, y marcados con guiones o comillas, fragmentos de diálogos o de pensamientos en que los personajes dan cuenta de sí, como éste:

      Alzó la vista y miró a su madre en la puerta.

      —Por qué tardas tanto en salir? ¿Qué haces aquí?

      —Estoy pensando. (p. 26)

Estos tres pasajes que, si se encontraran al principio del libro, no despertarían curiosidad alguna, nos hicieron interrogarnos por qué hay dos narraciones. ¿Significa ello que hay dos narradores, uno que cuenta su propia historia y otro que relata la de un tercero? Ciertamente, estos
pasajes, por sí, no hubieran hecho surgir la expectativa por saber cuál es presente del narrador o el sitio desde donde habla; no hay en ellos nada que dirija la atención hacia la enunciación. Sin embargo, en contraposición con los primeros, nos llevaron a preguntarnos si habría dos lugares de habla y dos presentes narrativos —¿acaso dos tiempos?

Si ello fuera así, ¿cabría hablar de un propósito? ¿Se trataba de que, Por contraste la segunda narración subrayara el carácter de la primera? ¿O era simplemente una manera de recordarnos que estábamos leyendo una novela? Pero el cuidado puesto en cada palabra, cuidado que volvió a llamarnos la atención, nos dijo que podría haber razones mayores. Leímos:

      —Por qué no has ido a rezar el rosario? Estamos en el novenario de tu abuelo. (p. 29)

Y unas líneas más adelante:

       Entonces ella se dio vuelta. Apagó la llama de la vela, Cerró la puerta y abrió sus sollozos, que se siguieron oyendo confundidos con la lluvia. (p.29)

Era claro que para el narrador de la segunda narración, probablemente el autor mismo de la novela, distintas presencias definen espacios distintos, y en distintos espacios se manifiestan diferentes sentimientos. Entonces, sí, tendría que haber otro por qué. Además de decirnos que “Vine a Comala” había sido, efectivamente, el inicio de una plática que tenemos el privilegio de mirar desde fuera de su lugar, la segunda narración nos había dicho que en la novela quizá haya dos narraciones porque en cada una de ellas tendría voz algo distinto.

Por eso ahora al leer la siguiente pregunta nos detenemos a reflexionar:

      —Quieres hacerme creer que te maté el ahogo, Juan Preciado? (p. 78)

Por primera vez, escuchamos el nombre del narrador de “Vine a Comala porque me dijeron que acá vivía mi padre, un tal Pedro Páramo.” Justo antes, en un pasaje muy breve, él contaba:

      El calor me hizo despertar al filo de la medianoche. Y el sudor, El cuerpo de aquella mujer hecho de tierra, envuelto en costras de tierra, se desbarataba como si estuviera derritiéndose en un charco de lodo. Yo me sentía nadar entre el sudor que chorreaba de ella y me faltó el aire que se necesita para respirar. (p. 78)

Concluía así:

      Tengo memoria de haber visto algo así como nubes espumosas haciendo remolino sobre mi cabeza y luego enjuagarme con aquella espuma y perderme en su nublazón. Fue lo último que vi. (p. 78)

Juan Preciado —ya lo sabemos— es un muerto, y el presente desde donde habla es el final de su vida, el tiempo que para él ya no tiene continuación. Dudamos. ¿Es éste el mismo tiempo de las ánimas en pena? Aquél parecía, más bien, un tiempo sin orden, en el que un acontecer puede repetirse como se repite el eco, no tiene hechos antecedentes ni subsecuentes y sus causas pueden ser simultáneas, como sus efectos. Éste, en cambio, es un tiempo detenido, que vive sobre todo del recuerdo de hechos pasados que sí ocurrieron en secuencia.
Otra vez, se pregunta el lector: ¿estaré leyendo bien? Y continúa leyendo la réplica que hace a Juan Preciado la persona que platica con él:

      Yo te encontré en la plaza, muy lejos de la casa de Donis… ya bien tirante, acalambrado como mueren los que mueren muertos de miedo. De no haber habido aire para respirar esa noche de la que hablas, nos hubieran Faltado las fuerzas para llevarte y contimás para encerrarte, Y
ya ves, te enterramos. (pp. 78-79)

Se trata de una muerta enterrada junto a él y que después proporciona su nombre: Dorotea. Al continuar la plática, él acepta la versión de ella y la amplía. Le dice que llegó a la plaza atraído por un murmullo que tomó por bullicio. Comenzó a sentir que el bisbiseo se le acercaba y daba vueltas a su alrededor:

      …hasta que alcancé a distinguir unas palabras casi vacías de ruido:
“Ruega a Dios por nosotros.” Eso oí que me decían. Entonces se me helé el alma. (p. 81)

Juan Preciado es un muerto y habla desde su sepultura en un presente que sólo tiene pasado. Su relato es parte de un dialogo con otra muerta, y por la manera en que ha hecho referencia a las ánimas que aparecen y desaparecen, ellas parecen estar para él fuera del espacio en que habla con Dorotea Ahora él marca claramente la distancia entre ellos, lo que platican, y ellas, las ánimas que le pedían sus ruegos a Dios. “Eso”, y no “esto” fue, no lo que dijeron, sino lo que él oyó que decían.

Si seguimos leyendo, vemos que el mundo de Juan Preciado y Dorotea es un mundo en el que el mínimo sonido se capta. Ellos perciben la lluvia y el cambio del viento. A diferencia de las palabras de las ánimas, que más que sonar se sentían, los susurros de la mujer que ocupa la caja enterrada al lado se escuchan y se distinguen, como se escucha también el removerse de aquel hombre que yace más lejos y con la humedad se remueve entre sueños.

Entonces, ¿en Comala el mundo de las ánimas y el de los muertos son dos? Dos pasajes más adelante tenemos la confirmación. Dorotea platica:

      —…El Cielo para mí, Juan Preciado, está aquí donde estoy ahora.

      — ¿Y tu alma? ¿Dónde crees que haya ido?

      — Debe andar vagando por la tierra como tantas otras… Tal vez me odie por el mal trato que le di; pero eso ya no me preocupa. He descansado del vicio de sus remordimientos. (p. 88)

En el mismo instante, es evidente que los lectores somos los destinatarios anónimos del segundo narrador. Si él está, como nosotros, fuera del espacio de habla de los muertos, nuestra relación con su relato no es la misma que con el de Juan Preciado. Frente a aquél, no somos la tercera persona que observa, sino la segunda a quien se dirige.

El presente desde el cual tiene lugar la segunda narración es el de la lectura. Es por lo tanto un presente variable, y no puede ser un punto de referencia para ubicar los acontecimientos narrados. Por eso, con frecuencia se hace aquí alusión a las relaciones temporales de unos con otros, a sus propios tiempos. En los siguientes pasajes, que pertenecen a esta narración, tenemos:
Al amanecer, gruesas gotas de lluvia calleron sobre la tierra. Sonaban huecas al estamparse en el polvo blando y suelto de los surcos. (p. 83)

      — Mañana mandas matar ese animal para que no siga sufriendo. (p. 91)

El padre Rentería se acordaría muchos años después de la noche en que la duren de su cama lo tuvo despierto y después lo obligó a salir. (p. 91)

Empezamos a ver con mayor claridad por qué se requieren dos narraciones. Desde la perspectiva del segundo narrador se observa el mundo de los vivos que también es Comala. En él, los aconteceres sí tienen un ordenamiento y sí hay un futuro:

      Fulgor Sedano sintió el olor de la tierra y se asomó a ver cómo la lluvia desfloraba los surcos… Dio hasta tres bocanadas de aquel sabor… “¡Vaya! —dijo—. Otro buen año que se nos echa encima.” (p. 83)

En él sí hay causas antecedentes:

      [El padre Rentería] duró varias horas luchando con sus pensamientos, tirándolos al agua negra del río.

      “El asunto comenzó —pensó— cuando Pedro Páramo, de cosa baja que era, se alzó a mayor. Fue creciendo como una mala yerba. Lo malo de esto es que todo lo obtuvo de mí: “Me acuso padre de que ayer dormí con Pedro Páramo.” “Me acuso padre de que tuve un hijo de Pedro Páramo.” “De que le presté mi hija a Pedro Páramo.”

      Siempre esperé que él viniera a acusarse de algo; pero nunca lo hizo. (pp. 91-92)

Este, el de los vivos, es un mundo que vive entre el silencio y el estruendo. Aquí no hace falta que, para librarse de los revolucionarios que lo han increpado y amenazado, Pedro Páramo, dueño de la Media Luna y cacique de Comala, instruya a Damasio, el Tilcuate; basta con que le pregunte:

      — ¿Quién crees tú que sea el jefe de estos?

      — Pues a mí se me figura que es el barrigón ese que estaba en medio y que ni alzó los ojos. Me late que es él… Me equivoco pocas veces, don Pedro.

       No, Damasio, el jefe eres tú. ¿O qué, no te quieres ir a la revuelta? (p. 126)

Aquí, el duelo de Pedro Páramo por la muerte de Susana San Juan es acompañado durante tres días por el repique de las campanas de tres iglesias5 “todas por igual, cada vez con más fuerza”, tanta que es atraída “como en peregrinación” gente de otros rumbos (pp. 147-48):

      Quien sabe de dónde, pero llegó un circo, con volantines y sillas voladoras. Músicos (…) Comala hormigueó de gente… (p. 148)

Entonces, en ese mismo instante de la lectura, cuando cobraron plenamente forma los dos mundo, el de los vivos y el de los muertos, también cristalizó frente a nosotros una distinción que Eduviges Dyada había presentado con toda intensidad, pero sin nombrarla propiamente, entre los vivos y las ánimas. Explicaba a Juan Preciado por qué el caballo de Miguel Páramo iba y venía a galope por el camino de la Media Luna, como sufriendo de desamparo o de remordimiento. Una noche llegó él a tocar la ventana de ella. Se asomó y le preguntó:

     — ¿Qué pasó? (…) ¿Te dieron calabazas?

      — No. Ella me sigue queriendo —respondió Miguel. Lo que sucede es que yo no pude dar con ella. Se me perdió el pueblo. Había mucha neblina o humo o no se qué; pero sí sé que Contla no existe. Fui más allá, según mis cálculos, y no encontré nada. Vengo a contártelo a ti, porque tú me comprendes. Si se lo dijera a  los demás de Comala dirían que estoy loco, como siempre han dicho que lo estoy.

      — No. Loco no, Miguel. Debes estar muerto. Acuérdate que te dijeron que ese caballo te iba a matar algún día. Acuérdate, Miguel Páramo. Tal vez te pusiste a hacer locuras y eso ya es otra cosa.

      — Sólo brinqué el lienzo de piedra que últimamente mandó poner mi padre (…)

      — Mañana tu padre se torcerá de dolor (…) Lo siento por él. (p. 37)

Loco no, muerto entraña vivo no, muerto, porque en la estructura semántica de la lengua, loco es hipónimo[10] de vivo y vivo es opuesto de muerto. Pero loco no, muerto, dentro del diálogo entre Eduviges y Miguel, también quiere decir loco no, como loco, porque Eduviges asume las premisas de Miguel. Para los vivos cuerdos los lugares son sitios constantes; y para Miguel, el pueblo de su novia, Contla, es un lugar evanescente. 

Ahora, si estar como loco quiere decir estar sin encontrar su sitio, como está el caballo de Miguel, y no estar loco significa no estar vivo, cuando Eduviges dice a Miguel no, loco no, debes estar muerto, le está diciendo eres un alma desamparada que no encuentra su lugar. Sin embargo, con toda la fuerza que tiene loco no, muerto, sólo podemos aprehender las palabras de Eduviges Dyada en su medida cabal cuando hemos visto que las ánimas no tienen un presente desde el cual narrar y, por medio de la narración de Juan Preciado o la del segundo narrador, hemos aprendido que andan buscando un lugar para su voz, porque necesitan un mensajero que lleve su ruego.

La distinción conceptual que subraya la similitud entre los vivos locos y las almas perdidas cierra el triángulo que había sido dibujado por la diferenciación, primero, entre el mundo de las ánimas y el de los muertos y, luego, entre el de los muertos y el de los vivos. Pero al ver equidistantes los tres mundos y haber visto que en el de los vivos el único contrapeso del poder es la desmesura que el mismo poder engendra, se invierte la pregunta que no acaba de responderse: ¿por qué un relato que, por sí, dirigiría toda la atención a lo relatado, es acompañado por una narración que se centra en el narrador?

La pregunta es menos inquietante ahora que antes, porque su respuesta se deriva casi por completo de las que ya tenemos. Sabemos que la realidad desolada de Comala solamente puede verse con claridad si se ve desde los tres puntos de vista, el de las ánimas, el de los muertos y el de los vivos, porque allí la indefinición, la fatalidad y la decisión son afines.

Pero si bien el interrogarnos se ha vuelto más sosegado, sigue siendo parte de la lectura —sólo que ahora la lectura tiene otro tempo, más agil y más suave. Si leyéramos sin dudar, no comprenderíamos el final en toda su dimensión. Vemos que Pedro Páramo ya casi no hablaba y no salía de su cuarto. Había jurado vengarse de Comala por el jolgorio y el estrépito que siguió a la muerte de Susana San Juan:

      — Me cruzará de brazos y Comala se morirá de hambre.

      — Y así lo hizo. (p. 148)

Sentado en un viejo equipal, recordaba la luz de la luna sobre el rostro de la mujer que había idolatrado. Llegó Abundio el arriero a pedir caridad:

      —Vengo por una ayudita para enterrar a mi muerta. (p. 154)

Damiana Cisneros, quien, nos hemos enterado, era la caporala de todas las sirvientas de la Media Luna porque de joven se dio a respetar y no abrió la puerta de su cuarto a Pedro Páramo, rezaba:

      De las asechanzas del enemigo malo, líbranos, Señor. (p. 153)

      La cara de Pedro Páramo se escondió debajo de las cobijas como si se escondiera de la luz, mientras que los gritos de Damiana se oían salir más repetidos, atravesando los campos: “¡Están matando a don Pedro!” (p. 154)

Por el camino de Comala llegaron unos hombres que la levantaron del suelo.

      — ¿No le ha pasado nada a usted, patrón? —-preguntaron.

      Apareció la cara de Pedro Páramo, que sólo movió la cabeza.

      Desarmaron a Abundio, que aún tenía el cuchillo lleno de sangre en la mano:

      — Vente con nosotros — le dijeron. En buen lío te has metido. (p. 155)

El siguiente pasaje, el último, nos dice que Pedro Páramo “sentado en su equipal, miró el cortejo que se iba hacia el pueblo.” (p. 156)

      De pronto su corazón se detenía y parecía como si también se detuviera el tiempo y el aire de la vida. “Con tal de que no sea una nueva noche”, pensaba él.

      Porque tenía miedo de las noches que le llenaban de fantasmas la oscuridad (…)

      Sé que dentro de pocas horas vendrá Abundio con sus manos ensangrentadas a pedirme la ayuda que le negué (…) Tendré que oirlo… hasta que se le muera la voz. (p. 157)

¿Se está muriendo porque Abundio lo acuchilló? ¿Por el miedo de encerrarse con sus fantasmas? ¿Fue realmente acuchillado? Si Abundio vendrá y repetirá y repetirá que viene por una ayudita para enterrar a su muerta, ¿entonces es un ánima? ¿O Pedro Páramo es ya un ánima, y está condenado a vivir una y otra vez un arrepentimiento que no puede lograr?

Frente a la tierra, antes pródiga, ahora en ruinas, Pedro Páramo cae “suplicando por dentro, pero sin decir una sola palabra”:

      Dio un golpe seco contra la tierra y se fue desmoronando como si fuera un montón de piedras. (p. 157)

Las últimas preguntas ya no tienen respuesta, y en ello radica su valor. Nos muestran que la vida de Comala y la de Pedro Páramo estaban tan íntimamente unidas que terminaron juntas. Nos recuerdan que Comala es tres lugares: el espacio confinado de un sepulcro, un área extensa que abarca un pueblo abandonado y los latifundios de un cacique y una región indefinida cuyos sitios no son tales. Nos dicen que en Comala tres tiempos dialogaban entre sí: el tiempo detenido del musitar, el tiempo cronológico del callar, y el tiempo sin tiempo del murmurar. Nos enseñan que la realidad de Comala, con sus tres mundos, era una.

Entonces, las primeras preguntas cobran cabal dimensión. El ritmo de la lectura, que pauta el tiempo y el espacio de la novela, es parte del libro porque los tiempos y los espacios del habla, con sus formas de decir y de percibir, definen a los vivos, a los muertos y a las ánimas; y hay dos narraciones porque los cruces de sus perspectivas establecen las coordenadas del universo en el que se encuentran unos con otros.

 

Post scriptum

Es la existencia de tres mundos en Pedro Páramo, y no dos como lo ha dicho Carlos Fuentes,[11] lo que hace de este libro, en palabras del propio Fuentes, una “novela mexicana esencial, insuperada e insuperable”. Historias de dos mundos se han escrito muchas.

Además de ser insuficiente para sustentar las tesis que él mismo plantea, el señalamiento de Fuentes se desprende de observaciones equivocadas sobre el orden de los cuadros que pertenecen a las dos narraciones, la que aparece en primera persona y la que está escrita en tercera persona. No es que al principio tengamos la narración de Juan Preciado con algunos cuadros intercalados de la narración del autor, y en la segunda parte la narración del autor casi exclusivamente; si bien los primeros cinco cuadros pertenecen a la narración de Juan Preciado, y los últimos cinco a la del autor, lo que pudiera haber dado lugar a la observación de Fuentes, las dos narraciones están entrelazadas de principio a fin, como lo hace notar González Boixo en el prólogo a la edición de Letras Hispánicas (1990). Si agrupamos los cuadros de cada narración que ocurren en secuencia estricta, después del primer grupo de cuadros de Juan Preciado, tenemos un grupo de tres cuadros del autor, luego uno de Preciado y luego otro del autor, y así se van conformando dos series que podemos representar de la siguiente manera:
[JP]: 51112811111

      [A]: 31563139285

Aquí, cada cifra representa el número de cuadros de que consta un grupo, y su lugar en el conjunto de las dos series (leyendo de izquierda a derecha) representa el lugar en que el grupo aparece en el texto. Por ejemplo, el grupo de 6 cuadros del autor ocurre después de un cuadro solo de Juan Preciado y antes de su grupo de 2 cuadros.

Sin ese entrelazamiento, no sería posible que la lectura entrara a la obra para desempeñar su papel (y no otro), y sin ese papel, efectivamente sólo quedarían dos mundos, el de Juan Preciado y el de Pedro Páramo, porque no podrían distinguirse los lugares que no están en ningún espacio de los lugares que están en la Media Luna. Lo único que separaría a los mundos de Comala sería, en palabras de Fuentes, “el río de la muerte”, y —entonces sí— habría uno de cada lado.

Por lo anterior, habría que cuestionar la decisión de la Fundación Juan Rulfo de modificar la puntuación al final del cuadro 11 de la novela. En las ediciones anteriores (y en el texto establecido por López Mena)[12] se tiene:

      “Y el mozo de la Media Luna se fue.”

      — ¿Has oído alguna vez el quejido de un muerto? — me preguntó a mí.

En cambio, en la edición de la Fundación Juan Rulfo[13] aparece:

      “Y el mozo de la Media Luna se fue.

      “Has oído alguna vez el quejido de un muerto?”, me preguntó a mí.

La eliminación de los guiones y el cambio de lugar de las comillas reubicación la pregunta de Eduviges Dyada. Antes pertenecía a un diálogo de ella con Juan Preciado; ahora se encuentra en un diálogo de ella con un mozo, el que a su vez forma parte de un relato que ella cuenta a Preciado. Esto le da a la voz de Dyada en el momento de enunciar la pregunta un lugar de enunciación que no le corresponde; además, el hueco que queda desdibuja el lugar de la respuesta de Preciado. Y como los lugares de enunciación distinguen a los muertos de las ánimas y de los vivos, la modificación socava la construcción de los tres mundos por Juan Rulfo.

Ahora bien, por el cuidado extremo de esa edificación, que se aprecia tanto en la sintaxis simple de Vine a Comala, como en la puntuación compleja del cuadro 11, quizá habría que poner en duda también la clasificación de Pedro Páramo como texto del llamado “realismo mágico”. Esta designación nos habla de relatos de un mundo en el que convive lo extraordinario con lo trivial, y quizá nos sugiera dos mundos en convivencia, el de lo cotidiano y el de lo insólito. Pero “realismo mágico” no hace justicia al arte de mostrar el derrumbamiento de la promesa de felicidad que fue Comala para Doña Doloritas, la madre de Juan Preciado. Esta clasificación deja fuera el contraste entre los tres mundos de Comala, y por ende no puede reflejar cómo el rigor sigiloso de la muerte, la ingravidez inconsecuente de la pena, y la elusividad abrumadora del poder se conjugaron, yal conjugarse secaron los sueños de las mujeres de la Media Luna y consumieron las ilusiones de sus hijos.

 

Bibliografía

Benítez, Fernando. 1980. “Conversaciones con Juan Rulfo”, en Juan Rulfo:
Homenaje Nacional.
México: INBA.

Fuentes, Carlos. 1990. Valiente mundo nuevo: épica, utopía y mito en la novela hispanoamericana. Madrid: Mondadori.

Iser, Wolfgang. 1989. Prospecting: from reader response to literary
anthropology.
Baltimore y Londres: The Johns Hopkins University Press.

Lyons, John. 1977. Semantics (dos volúmenes). Cambridge: CUP.

Ruffinelli, Jorge. 1992. “La leyenda de Rulfo: cómo se construye el escritor desde el momento en que deja de serlo”, en Juan Rulfo: Toda la obra,      edición crítica coordinada por Claude Fell. Colección Archivos, auspiciada por la Unesco con la ayuda de los ministerios de cultura de España y Francia.

Rulfo, Juan. 1955 (primera edición). Pedro Páramo. México: Fondo de Cultura Económica.

Rulfo, Juan. 1964 (sexta edición y primera de la Colección Popular). Pedro Páramo. México: Fondo de Cultura Económica.

Rulfo, Juan. 1990 (edición de José Carlos González Boixo para la colección Letras Hispánicas). Pedro Páramo. Madrid: Ediciones Cátedra.

Rulfo, Juan. 1992 (establecimiento del texto y notas de Sergio López Mena). “Pedro Páramo”, en Juan Rulfo. Toda la obra, edición crítica coordinada por Claude Fell. Colección Archivos, auspiciada por la Unesco con la ayuda de los ministerios de cultura de España y Francia.

Rulfo, Juan. 2000 (edición de la Fundación Juan Rulfo para la Biblioteca Escolar). Pedro Páramo México: Plaza y Janés.

62

 

 


*Este artículo es una versión de una ponencia que presenté originalmente ene1 seminario de investigación ESP 6941 de la Universidad de Montreal, en octubre de 2000, y que, con ligeras modificaciones, expuse también en el homenaje a Noé Jitrik que se celebró en la Universidad de Puebla, el 7 de junio de 2001, y ante el grupo Serendipia, en enero de 2002. Agradezco a los tres auditorios sus preguntas. Doy también las gracias, por sus comentarios, a los dictaminadores de Discurso.

** Instituto de Investigaciones Sociales, Universidad Autónoma de México.

[1] Como lo muestran los estudios sobre lo que técnicamente se denomina “aspecto”, los recursos de la lengua permiten a un hablante presentar un hecho como un punto, abstraer su métrica temporal, o bien dotarlo de una topología temporal interna, es decir, de una duración, de un inicio o de una conclusión (ver, por ejemplo, el libro Semantics de John Lyons, publicado en 1977). En el español usual en México, el pasado simple del modo indicativo empicado como en el texto, expresa la primera opción, la representación puntual.

 

[2] Este análisis de los cambios entre las versiones de cuento corro y la primera edición publicada por el Fondo de Cultura Económica fue realizado por José Carlos González Boixo y está presentado en la introducción a la edición de la colección Letras Hispánicas preparada por él y publicada en 1990.

[3] Esta afirmación proviene de la mencionada introducción a la edición de González Boixo (1990).

[4] Las afirmaciones del propio Rulfo en este sentido están documentadas en Conversaciones con Juan Rulfo, de Fernando Benítez (1992) y pueden verificarse en la confrontación que hace Sergio López Mena (1992) de las distintas ediciones de Pedro Páramo, entre sí y con la versión mecanográfica que custodia el Centro Mexicano de Escritores.

[5] Jorge Ruffinelli (1992) cita una conversación de Juan Rulfo con Ernesto González Bermejo que ejemplifica el celo de Rulfo. Aquí dice: “Nunca pude trabajar con conocidos; creo que ése fue el problema que tuve con La cordillera, la novela que tiré al fuego.” Esta actitud explicaría además que, como lo señala el mismo Ruffinelli después de un escrutinio minucioso, no haya evidencia suficiente, ni para afirmar ni para rechazar ni la existencia ni la destrucción de esa novela.

[6] El lector, ejecutante e instrumento de la obra (lser 1989), es además observador e intérprete de la ejecución. Porque Pedro Páramo exige su actuación en los dos planos, y en esta novela los dos están mutuamente condicionados, la participación del lector, necesaria para la existencia de toda obra literaria, es aquí crítica. Como se sugiere en las primeras partes de este análisis y se constatará después, define la situación en laquee1 personaje nana,  y por lo tanto establece el carácter de la narración.

[7] Los números de página de los fragmentos citados son los de la primera edición de la Biblioteca Escolar (Plaza y Janés), cuyo cuidado estuvo a cargo de la Fundación Juan Rulfo, y que fue publicada en el año 2000.

[8] En un trabajo intitulado “Tú llama Hamlet a sí”, que se encuentra en prensa, he denominado “transposición pronominal” la aparición de un pronombre en el lugar de otro.

[9] Por supuesto, la correferencia natural sería entre mi madre y ella.

[10] En el sistema de clasificaciones que nos ofrece la lengua cotidiana, loco ocupa un lugar inferior a vivo: es uno de sus subconjuntos.

[11] Ver Valiente mundo nuevo: épica, utopía y mito en la novela hispanoamericana, de Fuentes (1990).

[12] Ver, por ejemplo, la página 27 de la sexta edición del Fondo de Cultura Económica, que es también la primera de la Colección Popular.

[13] En la página 38.

{ 0 comments… add one }

Leave a Comment